Visita a enfermos
En la antigüedad era común observar personas enfermas por los caminos y en las plazas de los pueblos. Durante la Edad Media, la caridad de los monjes en medio de guerras y epidemias fue convirtiendo algunos monasterios en lugares de hospedaje para gente herida o gravemente enferma. Hoy existen innumerables hospitales y clínicas para atender de la mejor forma posible a quien padece algún mal.
Sin embargo, a pesar del progreso técnico y los avances sanitarios, los enfermos siguen existiendo y siguen sufriendo. Dice Marco Valerio Marcial que “el verdadero dolor es el que se sufre sin amigos”. Es evidente que los enfermos tienen constantes molestias físicas. Aun así, existe un dolor más profundo y más desgarrador que el físico. Es el dolor de la soledad y de la indiferencia.
La Iglesia consciente de esto ha querido manifestar su cercanía a todas aquellas personas que de alguna u otra manera están enfermas. Por este motivo ha instituido las llamadas obras de misericordia corporales. Una de ellas es: visitar a los enfermos. Para ello los católicos tienen como modelo al mismo Jesucristo, que a lo largo de su vida pública mostró una especial predilección hacia quienes sufren. Ciegos, cojos, paralíticos, leprosos… a todos los recibe y los cura. Todos contemplan en Él, el rostro amable de un Dios, que al hacerse hombre, nos comprende mejor y se compadece de nuestras debilidades físicas.
Movidos por este ejemplo los católicos, de acuerdo a sus posibilidades, se acercan a los hogares y a los hospitales de todo el mundo para ofrecer con su presencia un poco de aliento a quienes tanto lo necesitan. No es una misión exclusiva de los sacerdotes o religiosos que dedican su vida a la atención de enfermos. Es más bien un impulso del alma que nos lleva a salir de nosotros mismos, de nuestro pequeño mundo, para dedicar unos minutos a los demás.
Cuántas veces experimentamos un gran alivio en medio de nuestra enfermedad cuando se acerca nuestra madre con una sonrisa o cuando un amigo viene a darnos un saludo. A veces basta una llamada, una simple palabra para hacer más ligero el peso de quien sufre.
Además del acto solidario, a los católicos que visitan un enfermo les mueve algo mucho más profundo. Es la conciencia de servir a Cristo que se manifiesta en el rostro turbado, pálido y quizá desesperado de un enfermo en alguna habitación de un hospital.
Qué hermosa ocasión se nos presenta para buscar a Cristo en los enfermos. En un mundo a veces tan agitado e individualista los cristianos demuestran su grandeza de alma pensando por unos momentos en quienes sufren.
Este pequeño gesto de visitar a un enfermo es una gran voz que se levanta en el mundo de hoy para decirle que no somos indiferentes, que sí nos importan los demás. El dolor ajeno nos hace más humanos, más sensibles y nos enseña a valorar el precioso don de la salud y de la vida que Dios cada día nos regala.